No puedo encontrar mis raíces buscando un lugar, edificio o territorio. Reconozco mi infancia en el recuerdo peregrino de aquellas personas a las que a veces me cuesta poner cara y en las sensaciones que emanaban de colores, olores, sabores o simplemente momentos.
Hace unos días me hacían reflexionar sobre la necesidad de mentir pero, sobre todo, del por qué parece que hoy día la gente tiene mucho menos pudor a la hora de hacerlo.
Recuerdo la noche en que encontré su blog y le escribí sin el ánimo, pero sí la esperanza, de que respondiera de alguna forma. Eran cerca de las 5 de la mañana de hace 7 años y 11 meses y estaba sentado en mi cuarto pintado de blanco y sin muebles, pues hacía poco que había llegado a la isla, tenía la ventana abierta y la luz de la luna brillaba por todo el espacio, frío y diáfano. Desde ese entonces abrigué algo dentro de mí.
Comenzaba el verano sin mayor pretensión que la de restaurar un par de bicis de carretera (una Orbita y una BH de principios de los 80) en un pueblo del interior de Gran Canaria donde solía pasar los veranos de mi infancia. Respirar aire puro, hacer caminatas y admirar ese paisaje verde del que nunca me canso. Un verano tranquilo, conocido, sin largos viajes. Todo cambió.