Nada es inalterable
La circulación es constante. El cambio nos somete. Nuestros débiles cuerpos son incapaces de resistir la embestida del tiempo. La amargura del final no es amarga en realidad, pero como el buen vino, o el buen queso, necesita un paladar afianzado en el conocimiento para su disfrute y aceptación.
El 15 de abril de 1452 nació el maestro Leonardo da Vinci. No sé en qué momento se me ocurrió escribir algo sobre él, al fin y al cabo, estoy seguro de que ya se ha dicho todo lo que tenía que decirse sobre este genio y, en caso contrario, no iba a ser yo el que, desde mi humilde editorial, aportase algo al respecto.
«La cuestión es que —pensaba— si se ha dicho todo sobre este artista, más me vale recurrir a las fuentes». Siendo así, me siento y busco entre mis notas. Hay un poco de todo. Me pierdo leyendo a Camus, una y otra vez, pero eso no viene al caso. Después de un buen rato sumergido en la búsqueda de fragmentos literarios, me encuentro con una cita cuya rotundidad me despierta del letargo: «Nada es inalterable. Incluso la Mona Lisa se está pudriendo». ¿Es lo que buscaba? Definitivamente no. Pero entonces, ¿por qué sigo con el libro abierto por esa página en concreto? ¿Debería recurrir a Gombrich y su Historia del Arte? ¿Debería buscar en Internet algo concreto sobre da Vinci? ¿Por qué, de pronto, me importa tan poco la figura del artista renacentista? Vuelvo al libro: «Nada es inalterable. Incluso la Mona Lisa se está pudriendo».
La cita anterior se encuentra en una obra que muchos de vosotros conoceréis. Sino por el libro en sí, definitivamente por la película que David Fincher dirigió basada en el texto. El club de la lucha, escrito por Chuck Palahniuk, es de todo menos una incitación a la violencia, como algunos lo han descrito. Es una obra con una profunda inspiración en las filosofías orientales (ver el artículo sobre la cosmología china que tenemos este mes). Es un alegato contra el bien material, contra la servidumbre y la esclavitud de la posesión. Es, como bien describe Simón Rodriguez en el artículo, la representación de la fuerza yinyang de la cultura occidental. El poder de lo consumido. El ave fénix que se libera solamente a través de la sumisión al fuego. La necesidad de la muerte, como entidad liberadora. La aceptación del cambio.
Es preocupante como la sociedad pierde los vínculos espirituales que se desarrollaban antaño. Y no me refiero con esto a las religiones semíticas, pues todas ellas son un error. Todas ellas se enfocan en la destrucción del individuo diferente y la presumible intención de convencer al distinto de que las ideas propias son las verdaderas. Me refiero al tipo de espiritualidad que unía familias, y que invitaba a ayudar al extraño. Del tipo de espiritualidad que te mantenía en contacto con los vivos y con los muertos. De esa exaltación del alma que viene a materializarse en escritos, canciones, dibujos, que bien pueden considerarse productos del éxtasis, más colectivo que individual (aunque algunos crean lo contrario).
Que la Mona Lisa se está pudriendo es evidente, a pesar de los máximos cuidados. Lo mismo ocurre con nosotros. Hay cremas que ocultan arrugas, pero la piel es sólo un reflejo de lo que acontece por dentro. Buscamos máscaras materiales que nos protejan, que nos hagan inmortales, y en este sentido, ¿acaso nos diferenciamos de los grandes reyes del pasado? Probablemente, los faraones, hoy día, buscarían refugio de la muerte y el olvido conduciendo Porsche y Ferrari, asistiendo a cenas de gala, vistiendo trajes que la mayoría de nosotros no podríamos costearnos en la vida, algo parecido a lo que describe Scorsese en The wolf of Wall Street (El lobo de Wall Street), por cierto, basado en la vida real de Jordan Belfort. Sí, aunque no lo creas, hay gente que vive así.
Pero podemos estar seguros de algo. Esa gente acabará muerta. Sus cenizas regarán la tierra sobre la que ha de crecer nuevos árboles, que alimentarán a nuevas personas, que a su vez volverán a la tierra de nuevo. La muerte nos llegará a todos y ahí es donde radica la justicia universal de la propia vida. Por eso deberíamos plantearnos la manera en qué vivimos, y esto es, la manera en que consumimos, pues vivir es consumir al fin y al cabo.
Por eso siento lástima por aquellas personas incapaces de dirigir la mirada hacia su destino. Porque su muerte, sin la aceptación previa, será terrible. Sin la voluntad de dejar todos esos bienes materiales que han acumulado a lo largo de toda una vida. ¿Cuánto vale el dinero si estás camino de la morgue? ¿Cuánto vale el oro? ¿Cuántas personas han sufrido por mi ego, por mi afán y mi avaricia sobre los demás? ¿Cómo puedo enfrentar la muerte si en realidad he sido un miserable en vida?
Pensando en todo esto, y viendo el funeral de Alfonso Suárez en la televisión, se me ocurre que por nada del mundo me gustaría que me enterrasen en una catedral. Parece que la muerte no es tan justa como pensábamos, pues algunos descansan en zanjas colectivas mientras otros duermen bajo mármol, con dedicatorias de amor y cariño de sus allegados.
Que no me entierren en una iglesia, ni en una catedral. Yo prefiero el aire libre. Prefiero que los gusanos muerdan mi carne y que las larvas se ceben y crezcan a mi costa. Prefiero que las raíces de los árboles se afiancen sobre el suelo, sujetando los huesos que antes formaban mi esqueleto. Que no me entierren en una iglesia, ni en una catedral. Y que no pierda ni un sólo día en prepararme para el momento en que, bajo un sol radiante, venga la muerte a separar el alma de mi desvencijado cuerpo.
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Pies de foto:
[Imagen principal] Nicolás Castell (2013) La monumentalidad de un cuadro.
Bibliografía:
PALAHNIUK, C. (2012) El club de la lucha. Barcelona: Debols!llo.
Por Simón Rodríguez, 24 mar 2014, en Cultura.