La lluvia, la ventana, la inspiración
El otoño, triste estación de muerte que apaga los colores, la naturaleza cierra su círculo y expira la vida. El otoño, sensato tiempo de purificación que nos permite mudar la piel, encontrar otro horizonte y volver a nacer.
«Todo pasa y todo queda», decía Machado. Y tras la imperceptible transformación, el momento de la consciencia.
Tras el cristal de mi balcón la vida transcurre como siempre, pero nunca igual. Hoy es lo que fuimos y lo que somos; y, junto a nosotros, los escenarios habituales han tomado nuevos colores; viejos conocidos de otras temporadas. Pero hace falta que un día chirríe en tu oído el sonido de hojas secas arañando el suelo, mientras son empujadas por el viento calle abajo, para que te des cuenta de que ha llegado el otoño.
El otoño, preludio del inevitable invierno, arrastra los felices días de verano y poda los rayos de un sol que volverá a brotar, frondoso, en primavera.
De repente, estamos inmersos en la época de tonos ocres, del olor húmedo que expira la tierra, de los chasquidos que hace al arder la leña seca, de las comidas a fuego lento y las gotitas tintineando en el cristal.
La ciudad en plena metamorfosis natural. Los escaparates se visten de piel y lana, los parques se desnudan, los cafés se cobijan y quienes nos quedamos atrapados en este hemisferio, buscamos calidez.
«Otra vez, sentada tras el cristal pienso en cuán inspiradora es esta estampa, en cuántas historias y pensamientos habrá revelado».
El frío llega y me arrastra a esta estación bucólica. Escondo mis pies en unas antiguas botas de piel compradas en Ámsterdam y abrazo la rebeca que me cubre para que el aire no alcance a besar mi pecho. Estoy sentada en el banco de un pequeño jardín, leo y le guiño un ojo al sol cada vez que aparece y desaparece entre las espesas nubes, pero las traviesas gotas ya empiezan a calar y me obligan a refugiarme. El local huele a café y dulces y, otra vez, sentada tras el cristal pienso en cuán inspiradora es esta estampa, en cuántas historias y pensamientos habrá revelado. He aquí, persona equis de mirada perdida, divagando, reflexiva y melancólica, buscando algo que tal vez ya había encontrado en los archivos de su gran mundo imaginario. Pues no hay nada más fantástico que la mente, el verdadero hogar de uno mismo.
Mientras pienso que pronto hará frío, más frío, caigo en la paradójica sensación de calidez que me produce esta época del año y pienso en pálidas muñecas mostrándose entre el final de un guante y el comienzo de una manga, en labios granates buscando refugio tras la tela a cuadros de viejas bufandas, en nubes de vapor que bailan sobre el café caliente.
Los días de otoño suenan a violín y piano, como el baile lento, continuo, casi imperceptible, proveniente de la habitación contigua. Saben a castañas, churros con chocolate y garrapiñadas. Y se sienten, cercanos y familiares, como el abrazo de una abuela acurrucando al niño.
Octubre llega silencioso. Los bosques duermen y las hojas, en el suelo, expiran su último aliento. La naturaleza que hoy fenece resurgirá pujante mañana. Y en su círculo perfecto todo se vacía para volver a llenarse de luz, de colores, de sonidos y olores.
El otoño, la época de la limpieza en que dejamos ir lo viejo, lo que nos ata, lo que nos pesa, nos resta y nos atormenta, para que entre lo bueno, los sueños, las fuerzas, las ilusiones y la esperanza.
Octubre, un mes para vaciarse, desde dentro hacia fuera, y acabar pensando, tras este cristal un día lluvioso, que «todo pasa y todo queda», y que todo está por llegar.
¡Feliz otoño!
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Pies de foto:
[Imagen principal] María Ramos (2014).
Por Giuseppe Brunetto, 30 sep 2014, en Cultura.