Yo estuve allí
«Tiempo ha, cuando los hombres atravesaban el mundo a pie o a caballo en naves, el viaje los iba acostumbrando a los cambios. Las imágenes de la tierra se desplazaban despacio ante sus ojos, el escenario del mundo apenas giraba. El viaje duraba semanas, meses. El hombre tenía tiempo para familiarizarse con ambientes diferentes, con nuevos paisajes. El clima también cambiaba gradualmente, poco a poco. Antes de que el viajero de la fría Europa alcanzase el ardiente ecuador, ya había experimentado la temperatura agradable de Las Palmas, el calor de El-Mahara y el infierno de Cabo Verde».
Quien mejor que Kapuściński para describir cómo ha cambiado el concepto de viajar. Actualmente casi todo el mundo viaja, ya sea por ocio, por negocios o por obligación. Cogemos un avión y en cuestión de horas nos plantamos a cientos o miles de kilómetros. Sin embargo, cada vez resulta más difícil que el destino nos sorprenda. Antes de viajar a un lugar ya hemos visto fotos y hemos planeado cuidadosamente nuestra visita.
La extrañeza de lo desconocido está siendo invadida por las innumerables posibilidades tecnológicas y el enorme flujo de información del que disponemos. Antes los viajes quedaban en la memoria de los propios viajeros, en vivencias y relatos. Más tarde pasaron a estar reflejados en un carrete que esperaba ser revelado, en una cuidadosa selección de fotografías.
En los viajes de ahora, las fotografías instantáneas se han convertido en las valedoras de nuestra experiencia. Cientos de fotos que ansiamos compartir para certificar que estuvimos allí. Las nuevas tecnologías son una parte esencial de nuestro tiempo de ocio, de nuestra ventana a un mundo de prestigio social. A pesar de ello, no tiene por qué ser malo que una cámara nos acompañe, el problema es que sustituya nuestros ojos.
«La extrañeza de lo desconocido está siendo invadida por las innumerables posibilidades tecnológicas y el enorme flujo de información del que disponemos».
Viajar al estilo de Washington Irving, Ernest Hemingway o Lord Byron se ha convertido en un concepto casi romántico. Vagar por el mundo sin preocuparnos por el tiempo, por el dinero o por la ruta a seguir no suele estar al alcance de todos (sobre todo de aquellos ‘mileuristas’ que disponen de 15 días de vacaciones al año). Solemos distinguir entre dos imágenes bastante estereotipadas. Por un lado, el turista que viaja en hordas con una cámara o iPad pegado a la mano y una audio guía en la otra, que planea sus vacaciones milimétricamente y que prefiere quedarse dentro de la delimitación de un conjunto hotelero con una pulserita de todo incluido; y por otro, el mochilero aventurero que sale a recorrer el mundo con poco dinero, ligero de equipaje y sin billete de vuelta (esos locos que molan).
Superando los estereotipos (estúpidos en la mayoría de los casos), todos podemos ser turistas o viajeros en algún momento de nuestra vida. Podemos ser turistas con vuelo de vuelta y con una cámara en la mano y viajar con curiosidad, con respeto, con ganas de descubrir, de experimentar. No se trata de una cuestión de poder adquisitivo, de días de vacaciones, de vestimenta o de edad, sino de actitud, de disposición a dejarse sorprender durante el camino, de compartir el instante con uno mismo y por qué no de padecer una sobredosis de belleza como la que sufrió Stendhal.
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Pies de foto:
[Imagen principal] Chema Peral (2014).
Referencias:
Kapuściński, Ryszard (2000). Ébano. Barcelona: Anagrama.
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Por Antonio Ortega, 26 oct 2014, en Historia.