Los bieneducados
SOCIEDAD

Los bieneducados

    O la generación perdida. Esa a la que se le acusa y se le señala con el dedo desde tiempos inmemoriales. O bueno, más bien desde finales de los noventa.

 

    Porque ya se les veía venir. Habían nacido demasiado pronto como para pertenecer al milagro tecnológico, aunque todo el mundo se empeñase en ponerles esa etiqueta y al final aprendiesen a usar el Facebook como todo hijo de vecino. Pero también demasiado tarde para pertenecer a la locura de los ochenta, al libertinaje posterior, a la borrachera de derechos, libertades y crecimiento económico. Vivieron en la cresta de la ola cuando aún eran demasiado pequeños y llevan arrastrando, en la mochila, los quilos y quilos de ibuprofeno necesarios para luchar contra la resaca de este país.

 

    Efectivamente: no tuvieron memoria histórica porque todos corrieron más rápido que deprisa un (es)tupido velo sobre todo lo que había ocurrido. No tuvieron malos decentes contra los que luchar. Como mucho, algún antihéroe de Marvel o a Célula para saciar esa ansia necesaria y, depende en que parte del territorio, la sombra de la heroína. Que ya se encargarían después de pintarla de colores y explorar otros formatos más acordes con el nuevo siglo.

 

    Herederos de una guerra templada, porque no llega ni a lo uno ni a lo otro, sobrevivieron a miles de cambios de plan de estudios (como todos por aquí) e hincaron los codos escuchando en sus nucas aquello de que nunca hacían, que cualquiera antes había estudiado más y mejor, aprendiendo muchas más listas de nombres y números – porque desde luego, haberse sabido en algún momento la lista de los reyes godos daba notoriedad a cualquier cretino – y ellos agachaban la cabeza, continuaban hacia delante, siempre hacia delante, nunca preguntando ni parando en el camino. No fuera a ser que terminasen perteneciendo al grupo de parias fuera del sistema.


        «Nunca hubo tanta gente tan sumisa por voluntad propia. Y no es una crítica, es la bandera de lo políticamente correcto».


    Nunca hubo tanta gente tan sumisa por voluntad propia. Y no es una crítica, es la bandera de lo políticamente correcto.


    Pero no debía de ser suficiente gritarles que no valían para nada, porque a los que vinieron detrás sí conseguimos hundirlos en la desidia.


    Porque ni de esto, ni de nada, tuvieron ni tienen la culpa los de ahí arriba, esos a los que nos empeñamos en acusar mientras escondemos nuestra mano. Como si no tuviésemos nada que ver.

 

    Y mientras, esos vagos narcisistas que ni estudiaban ni trabajaban ni servían para nada, han ido guardando tranquilamente en sus maletas aquellos títulos que, teóricamente, no deberían de tener porque, recordemos, ni estudiaban ni trabajaban. Y se han despedido con una sonrisa. Como siempre. Por no molestar. Por hacer las cosas bien.

 

    Y espero que, en algún sitio, en algún lugar, haya alguien retorciéndose los dedos mientras se pregunta qué sentido tuvo inculcarles, en aquel entonces, que ya no había educación cómo la de antes.


    Que no existían ni los modales ni el respeto. Que callarse era la mejor opción.


    Que la pasividad era sinónimo de valentía.

 

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Pies de foto:


    [Imagen principal] Ángeles Díaz (2014). Abc.

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