La última guerra romántica
La Guerra Civil española: lucha de ideologías, hervidero de cadáveres, conejillo de Indias de los señores de la Guerra, centro de la opinión pública internacional, madre de un nuevo estilo y, quizás, último atisbo del romanticismo.
¿Qué es el romanticismo? Y, ¿cuán romántica puede ser una guerra?
A la primera pregunta se responderá obviando la escuela literaria del siglo XIX y, por consiguiente, centrándonos en la cualidad de romántico, que la Real Academia define, a su vez, como perteneciente o relativo al Romanticismo. Una respuesta que gira como perro tratando de alcanzar su cola. Así que, tomaremos su cuarta acepción, un puñado de sinónimos: sentimental, generoso y soñador.
La respuesta a la segunda es un: ¡más difícil todavía! Si bien, muchos de nosotros podríamos coincidir en tachar a alguien de romántico; hablar de la guerra como una acción propia del romanticismo, generaría un interesante debate, pues entran en juego muchas más interpretaciones y subjetividades.
Remitiéndonos a hechos objetivos, España vivía —en el año 1936— inmersa en un clima de inestabilidad política y social. Desde Marruecos, el ejército se subleva y el país queda dividido (teóricamente durante tres años) en el bando nacional y el republicano. No habiendo alma, dentro y fuera de nuestras fronteras, que dejase de tomar partido por uno u otro.
Dicen los entendidos en temas de Historia y guerras, que el nuestro fue el último conflicto romántico, pues enfrentó a dos ideologías diametralmente opuestas. Permítaseme discrepar. Todo conflicto es una lucha de fuerzas y deben ser contrarias para que exista el conflicto en cuestión. Así mismo, si entendemos como romántico el fervor que supone pelear por unas ideas que se creen justas y liberadoras, la contienda española, en esto, ni ha sido, ni será la última. El primer ejemplo lo encontramos en la II Guerra Mundial.
Mientras España se volvía mitad contra mitad, la política internacional asistía a su particular feria de muestras bélica. Desde el punto de vista militar, fue la primera «guerra moderna», la llamada Guerra Total. Ya no sólo luchaban ejércitos unos frente a otros, sino que los nuevos avances tecnológicos permitían bombardear poblaciones enteras, lo que supuso mayor sufrimiento de la población civil.
Ser pioneros en la masacre es triste, funesto, deplorable, infausto, tétrico, trágico. Pero en el odio, en el sentimental, generoso y soñador odio que unos sentían para con los otros, los brotes de humanidad ni fueron, ni serán los últimos. Y en medio de la destrucción, creció y se consolidó una profesión imprescindible hoy para entender la realidad cotidiana: el periodismo de guerra.
«Si entendemos como romántico el fervor que supone pelear por unas ideas que se creen justas y liberadoras, la contienda española, en esto, ni ha sido, ni será la última».
En julio del 36, los felices fotógrafos de la República, amigos y compañeros, debieron escoger su bando y con él su destino. Las revistas españolas interrumpen sus publicaciones y se centran en la información gráfica sobre el conflicto. Sólo del lado republicano había más de mil diarios y revistas, frente a las apenas trescientas que apoyaban la sublevación militar. La información pasa a considerarse un instrumento de propaganda política. El país entero se convierte en un campo de experimentación del nuevo reporterismo y a él llegan corresponsales de todas partes del mundo con su Leica en el bolsillo. Una causa sin imágenes no es solamente una causa ignorada, es una causa perdida[1], diría una vez Robert Capa.
Un sin fin de imágenes del conflicto inundaban los periódicos de medio mundo. La primera guerra mediática favoreció la inclusión de fotografías en toda clase de prensa. Algo que tan usual nos resulta en hoy día, se lo debemos —nos guste o no— al horror vivido en tierra propia.
Robert Capa, Gerda Taro, Georg Reisner, David Seymur, Walter Reuter, Hans Namuth, Kati Horna, Alber-Louis Deschamps. Y los españoles, Agustí Centelles, Pepe Campúa, Santos Yubero, los hermanos Mayo, Jaime Pacheco, Luis Marín, Díaz Casariego y Alfonso; dispararon con sus cámaras dejando positivada la nueva realidad española. Algunos perdieron su vida —como Gerda Taro en la Batalla de Brunete— otros forjaron su leyenda. Y si bien había pronosticado Heminway con aquello de si la República perdiese, resultaría imposible para los que creían en ella, vivir en España[2]. Los que no salieron al exilio, permanecieron en el país muertos en vida, vetados de ejercer el periodismo, viendo arder su trabajo y dedicando el resto de sus días a la Administración pública o al retrato.
«La primera guerra mediática favoreció la inclusión de fotografías en toda clase de prensa. Algo que tan usual nos resulta en el día, se lo debemos —nos guste o no— al horror vivido en tierra propia».
Así que volviendo a la pregunta de cuán romántica puede ser una guerra os diré que todo. Porque si no es amor verdadero el de los hombres que sienten el valor, la lucha y el hastío de otros. Que ofrecen su vida para ser testigo y para que todos podamos serlos. Y sueñan con la libertad y la justicia. Entonces, es que ya no existe la humanidad. Porque una verdad que no se cuenta, es una verdad que no existe.
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Pies de foto:
[Imagen principal] Pepe Campua (1939) Un miliciano junto a su familia esperan para entregarse a las tropas rebeldes que acaban de tomar la capital catalana, Barcelona.
[Segunda imagen] Robert Capa (1937) Gerda Taro.
[Tercera imagen] Alfonso Sanchez Portela (1936) Milicianos muertos tras la toma del cuartel de la montaña, Madrid.
[Cuarta imagen] Diaz Casariego (1936) Miliciano leyendo el ABC.
Bibliografía:
[1] Pantoja Cháves, Antonio. (2007). Prensa y Fotografía. Historia del fotoperiodismo en España. El Argonauta Español.
[2] Hemingway, Ernest. (1986). Por quién doblan las campanas. Madrid: Planeta.