Pizarnik y Artaud (II): Desgarrada escritura vital
«Escribo lo que leo y leo lo que, en parte, elijo. A partir de aquí, detrás del yo que empuño en estas páginas no hay más referente que mi otro lector, el que busca y selecciona, interpreta y anota, en un detectivesco juego de robo, recolección, espionaje y reconocimiento». (Kristeva, 2001a: 236)
Alejandra y Antonin me quitan el sueño y me dan la vida, el ente lectoral y corporal es único, vital, desgarrador, absolutamente taumatúrgico y por consiguiente casi destructivo. Para entenderlos me veo en la obligación de utilizar la frase de Derrida «darlos a leer» con estas palabras:
«El ocultamiento del texto puede en todo caso tardar siglos en deshacer su tela. La tela que envuelve a la tela. Siglos para deshacer la tela. Reconstituyéndola así como un organismo. Regenerando indefinidamente su propio tejido tras la huella cortante, la decisión de cada lectura. Reservando siempre una sorpresa a la anatomía o a la fisiología de una crítica que creería dominar su juego, vigilar a la vez todos sus hilos, embaucándose así al querer mirar el texto sin tocarlo, sin poner la mano en el "objeto", sin arriesgarse a añadir a él, única posibilidad de entrar en el juego cogiéndose los dedos, algún nuevo hilo. Añadir no es aquí otra cosa que dar a leer. Hay que arreglárselas para pensar eso: que no se trata de bordar, salvo si se considera que saber bordar es saber seguir el hilo dado. Es decir, si se nos quiere seguir, oculto. Si hay una unidad de la lectura y de la escritura, como fácilmente se piensa hoy en día, si la lectura es la escritura, esa unidad no designa ni la confusión indiferenciada ni la identidad de toda quietud; el es que acopla la lectura a la escritura debe descoserlas». (2007: 94)
Hacia finales de 1959, la escritora argentina consigna en su cuaderno el primer contacto con las obras del francés[1]: «He hojeado las obras de Artaud y me contuve de gritar: describe muchas cosas que yo siento —en esencia: ese silencio amenazador, esa sensación de inexistencia, el vacío interno, la lucha por transmutar en lenguaje lo que sólo es ausencia o aullido—; y también habla de los períodos de tartamudez: la lengua rígida, la asfixia».
«Alejandra Pizarnik declara su similitud con Antonin Artaud, y lo hace construyendo un binomio entre el cuerpo y el lenguaje que a medida que avance se irá afianzando cada vez más».
La anotación no puede ser más explícita, puesto que establece un vínculo entre dos escritores que va más allá de su propia escritura e incide en el campo de la experiencia. Alejandra Pizarnik declara su similitud con Antonin Artaud, y lo hace construyendo un binomio entre el cuerpo y el lenguaje que a medida que avance se irá afianzando cada vez más: las referencias al grito y al silencio, a la huella de un vacío y de una ausencia en el lugar del yo, a la necesidad de transformar en palabras este resto permanente[2], en definitiva, a los problemas de tartamudez y de respiración[3], todas ellas nos hablan de un tejido intertextual en vías de desarrollo.
No debe sorprender, pues, que en 1964 vuelva sobre esta misma idea y la formule en otros términos: «Artaud. Deseos de escribir una página sobre su sufrimiento. Su tensión física; sus conflictos con el pensamiento, las palabras. Pero sin retórica, por favor, sin retórica. Lo que me asusta es mi semejanza con A. Quiero decir: la semejanza de nuestras heridas[4]».
No se trata simplemente de compartir sensaciones, estados o emociones, sino de que todas ellas forman un conjunto de heridas que cartografían el recorrido de una identidad singular y extraña. De ahí que pocos días después de su reflexión, anote: «Confusión. No sé si me gusta Artaud... Terminé el artículo de Artaud […] Ahora sé que nadie deberá trabajar tanto como yo si quiere proferir "palabras puras"».
Siguiendo el rastro de esta revelación apuntada por la argentina encontramos cómo la articulación de un sujeto corporal[5] será, en este sentido, fundamental.
En 1965, al lado de un conjunto de traducciones del autor de El pesa- nervios, publica en la revista Sur uno de los ensayos críticos más logrados de su producción[6]. El texto, titulado «El verbo encarnado» por oposición al juego propuesto nueve años antes por Octavio Paz en «El verbo desencarnado» (Paz, 2004: 232-250), partirá del binomio cuerpo/lenguaje para intentar desentrañar, el sentido vital de una de las voces más estremecedoras del siglo XX. Secundando la separación propuesta por un estudioso de la obra del francés, Alejandra Pizarnik traza el recorrido de su propia lectura, marcando ya las pautas que la han de identificar a ella también:
«Lo que más me asombra del período blanco de Artaud —escribe— es su extraordinaria necesidad de encarnación mientras que en el período negro hay una perfecta cristalización de esa necesidad». (1965: 37)
Con la lucidez de quien conoce la obra que está analizando, y siendo muy consciente de que lo que vale para uno es válido también para ella, se detiene en el primero de los períodos anunciados para tratar la que parece ser la cuestión principal de toda la escritura artaudiana:
«Es particularmente en "Le Pèse-Nerfs" donde Artaud describe el estado (y resulta una ironía dolorosa el no poder dejar de admirar la magnífica "poesía" de este libro) de desconcierto estupefaciente de su lengua en sus relaciones con el pensamiento. Su herida central es la inmovilidad interna y las atroces privaciones que se derivan: imposibilidad de sentir el ritmo del propio pensamiento (en su lugar yace algo trizado desde siempre) e imposibilidad de sentir vivo el lenguaje humano». (Pizarnik, 1965: 37)
Según esto existe un desajuste entre palabra y pensamiento que revela la naturaleza mortal y hueca de este último. Serán este y una herida mortal de necesidad, los dos ejes conductores de la literatura de Artaud, así como de todo aquel que, dedicado al trabajo artístico, sufre del mismo dolor físico y moral. Como Alejandra Pizarnik escribe unas líneas más abajo: «El drama de Artaud es el de todos nosotros» (1965: 38)[7]. Retomando el juego especular de la intertextualidad, propongo amputar la palabra drama por otra no menos común en el vocabulario pizarnikiano, y decir: «La herida de Artaud es la de todos nosotros». Por eso, a uno de los comentarios de Martha I. Moia en «Algunas claves de Alejandra Pizarnik» sólo podrá responder: «Entre otras cosas, escribo para que no suceda lo que temo; para que lo que me hiere no sea; para alejar al Malo (cf. Kafka). Se ha dicho que el poeta es el gran terapeuta. En este sentido, el quehacer poético implicaría exorcisar [sic], conjurar y, además, reparar. Escribir un poema es reparar la herida fundamental, la desgarradura. Porque todos estamos heridos». (Pizarnik, 1975: 247)
«Cómo no entender que el ser es una herida abierta que supone afirmar su condición dual, pues la herida es, ante todo, una frágil o potente línea que separa lo que debería estar unido».
Cómo no entender que el ser es una herida abierta que supone afirmar su condición dual, pues la herida[8] es, ante todo, una frágil o potente línea que separa lo que debería estar unido. Símbolo de una dicotomía que se repite y se amplía, lo que plantea la argentina, tanto en su ensayo como en esta respuesta, es la posibilidad de trascenderla mediante el trabajo exhaustivo con el lenguaje, porque no se trata de obligar al poeta, sino de comprender su lenguaje hiriente, y de entender la palabra abstracta y ambigua[9], reconduciéndolo hacia el lugar de origen donde todo deviene concreto y donde las partes pueden comunicarse sin fronteras ni limitaciones que las separen:
«Por eso: escribir hasta quedar virgen nuevamente, zurcirse la herida, lamerse la plaga, y que nadie nos note, que nadie sepa nunca que nosotros sabemos[10]».
Cuando en una de sus anotaciones de los Diarios declara la imposibilidad de reproducir sus monólogos callejeros, los bellos delirios que dice que la acosan en la calle, busca, ante todo una desesperación con el lenguaje que le impide avanzar y encontrar una nueva manera de expresión, ante la necesidad de una nueva fórmula discursiva que atente contra la lógica del sentido; así como cercar la posibilidad de que esta otra manera literaria se convierta en manera otra, es decir, en el registro de una huella que perfora y atraviesa el orden de lo simbólico para permitir el acceso a ese espacio prohibido y escondido equivalente, en su caso, a los “monólogos callejeros” y a los “bellos delirios” donde se produce el despertar de las pulsiones corporales que tatúan sobre la función simbólica un doble movimiento de destrucción y reconstrucción del sujeto y de su cuerpo.
Ante esto solo queda preguntarme: ¿es posible encontrar esta «otra manera de expresión»? Y si es así: ¿dónde buscarla?
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Pies de foto:
[Imagen principal] Inma Lorente (2012) Desgarrada escritura vital.
Bibliografía:
[1] En realidad, se trata de la primera referencia en los Diarios. Atendiendo a la pseudo-biografía de Juan-Jacobo Bajaría, más preocupada por el contenido nebuloso de la leyenda que por la objetividad de la persona, es posible descubrir lecturas tempranas de la época de la Facultad —él era su profesor en la Escuela de Periodismo y, tal como declara, «Artaud era uno de mis autores preferidos y tema de mis clases» (s.a.: 70)—, correspondiente a sus años de formación: «Publicado el primer libro [1955] y corregidos los poemas que iban a integrar el segundo [1956], nos pusimos de acuerdo para traducir definitivamente a A». (s.a.: 91)
[2] Poco tiempo después, concretamente en 1961, la argentina anota: «Pero cómo hacer real mi monólogo obsesionante, cómo transmutar en palabras este deseo de ser» . La pregunta es un adelanto de lo que diez años más tarde se convertirá en la respuesta fracasada del último fragmento de «El deseo de la palabra» (El infierno musical): «En la cima de la alegría he declarado acerca de una música jamás oída. ¿Y qué? Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir». (líneas: 20-25; en Pizarnik, 2000: 269-270)
[3] Compárese este fragmento de la correspondencia de Antonin Artaud: «Así pues, este estado de anonadamiento y opresión física siempre igual, que reaparece con una intensidad disminuida […], duplicado además por una sensación de alejamiento físico de mí mismo, como si ya no pudiera gobernar mis miembros, mis reflejos, mis reacciones mecánicas más espontáneas, esto, unido a otra sensación de dureza y horrible cansancio físico de la lengua cuando hablo, y el esfuerzo del pensamiento que siempre repercute físicamente sobre el conjunto de mi musculatura, y la tartamudez que sufro en grados variables y que a veces desaparece por completo, fatigándome enormemente […], todo esto, pues, complicándose con correspondientes perturbaciones psíquicas que aparecieron, como un estallido, sólo hacia los 19 años de edad» (Artaud, 1976: 50), con este de los Diarios de Alejandra Pizarnik: «Así hoy, por la av. de la Opéra, sentí de súbito que no quería y casi me tiro al suelo y me convulsiono para decirlo, para decírselo a todo el mundo. No quería con una furia sin paralelo. Por eso no me distendí, no traté de mejorar mi respiración, apenas me llegaba el aire pero me negaba. De una vez por todas, pensé, has de ser fiel a tu desgracia. De una vez por todas cesarás de traicionarte».
[4] Mucho antes, en 1959, consignará unas ideas parecidas al confesar: «(…) leí el «pesa-nervios» de Artaud, que compré ayer, sabiendo que no debía hacerlo. Leí varias horas, con un silencio indecible: si hay alguien que puede o está en condiciones de comprender a Artaud, soy yo. Todo su combate con su silencio, con su abismo absoluto, con su vacío, con su cuerpo enajenado, ¿cómo no asociarlo con el mío? Pero hay una diferencia: Artaud luchaba cuerpo a cuerpo con su silencio. Yo no: yo lo sobrellevo dócilmente, salvo algunos accesos de cólera y de impotencia». (158-159)
[5] Con esta expresión intento condensar tanto la noción de subjetividad como la de corporalidad.
[6] Ana Becciu, en la recopilación de la narrativa pizarnikiana, lo incluye en el apartado «Artículos y ensayos» (Pizarnik, 2002: 269-273), pero no tiene en cuenta la traducción de los cinco textos que acompañan el artículo: dos poemas, un «Fragmento de Van Gogh le suicidé de la société», un Fragmento de «Pour en finir avec le jugement de dieu» y un «Post-scriptum de Le théâtre de la cruauté». Sin embargo, no es la única que incurre en este error: ni la antología El deseo de la palabra (Pizarnik, 1975: 237-242), preparada en principio por la autora, pero completada por Antonio Beneyto y Martha I. Moia, ni la compilación de Gustavo Zuluaga (Pizarnik, 1987: 63-67), dan cabida a estas significativas versiones que, de algún modo, funcionan como para-textos al estudio. Baste como ejemplo el principio del Fragmento de «Pour en finir avec le jugement de dieu»: «Quien siente dolor en los huesos como yo / no tiene sino que pensar en mí / no me alcanzará en espíritu por el camino de los espacios / pues ¿para qué alcanzar a un ser en espíritu / y no alcanzarlo en cuerpo?». (vv. 1-5; en Pizarnik, 1965: 51) Por último, señalar que existen más traducciones de la argentina recogidas en Artaud, 2001b.
[7] Esta es una idea que aparece en múltiples ocasiones, debido al interés de la autora por construir un linaje de malditismo y rebelión fundamentado en el dolor.
[8] «Habla con su propia palabra sólo la herida» (2006: 46), escribió Antonio Porchia. En la poética pizarnikiana se podría decir que el término funciona a modo de palabra-signo o emblema: asociada a la escritura, es la marca de una apertura y una pérdida, por lo que siempre aparece en proceso de expulsión y emanación: «contar un cuento sin historia y sin explicar por qué su herida mana desde que se recuerda» relacionada, en cambio, al acto escritural en su implicación subjetiva, representa el símbolo de una desapropiación, por lo que casi siempre se identifica con la sangre y, en menor medida, con el sacrificio: «Aunque nada de esto tenga que ver con la validez o deficiencia de lo que escribo, sé, de una manera visionaria, que moriré de poesía. Esto no lo comprendo perfectamente, es vago, es lejano, pero lo sé y lo aseguro. Tal vez ya sienta los síntomas iniciales: dolor en donde se respira, sensación de estar perdiendo mucha sangre por alguna herida que no ubico» y más adelante: «En el poema no hay lugar para la justicia porque el poema nace de la herida de la injusticia, es decir de la ausencia de justicia»
[9] Son muchas las ocasiones en que se refiere a la palabra en tales términos, y siempre en relación a la realidad y a sus deseos de aprehenderla, explicarla y formar parte de ella. Al poco de empezar 1961 se queja: «Hay gente. Pasan cuerpos. Si pudiera verlos como los veo, es que no puedo explicar cómo los veo, no puedo decirlo con palabras que expliquen» , «(Imposibilidad de describir concretamente lo que me atormenta)» . Sólo un año después, repite: «El lenguaje me desespera en lo que tiene de abstracto» , «Una vez más el lenguaje se me resiste. No el lenguaje propiamente dicho si no [sic] mi deseo de conjurar mis deseos por medio de una detallada descripción de lo que deseo ver en alguna realidad hecha del material que quieran con tal que no sea de palabras ni sobre el blanco temible de una hoja de papel». En este último caso, no obstante, el planteamiento es más contundente, puesto que implícitamente hay un rechazo del acto escritural y de lo que hay en él de peligroso.
Por Xisco Garcia, 17 mar 2012, en Música.