Pizarnik y Artaud: La escritura del sexo
LITERATURA

Pizarnik y Artaud: La escritura del sexo

        «Es funesto para todo aquel que escribe el pensar en su sexo. Es funesto ser un hombre o una mujer a secas; uno debe ser mujer con algo de hombre u hombre con algo de mujer». (Wolf, 1999)

 


    En el extremo que une y separa lo psíquico de lo corporal es donde tiene lugar la denominada mascarada de la feminidad, puesto que, como apunta Sonia Mattalía: «La experiencia de la catástrofe producida por el lado mortífero del goce femenino, más allá del falo, conduce a muchas mujeres a elaborar semblantes femeninos diversos por medio de los cuales denuncian la inconsistencia del semblante fálico: la dolorosa, la mujer sufriente, la llorona o la malediciente, la humorista mordaz, la cínica se anclan en este proceso formativo de la subjetividad femenina que oscila entre la ilusión y la desilusión de lo simbólico». (Mattalía, 2003)


    Teniendo en cuenta que nuestros dos escritores gozaban de una identidad limítrofe, paradójica y excepcional, me atrevo a pensar que más allá del lenguaje, pero siempre e irremediablemente en él y desde él, se encontraban sus miedos a ser como realmente eran, en una lucha continua contra sus pulsiones y deseos.

 

    Será el tema del sexo muy trabajado por ambos, curiosamente desde perspectivas semejantes. En el campo teórico en el que las categorías de sexo y género van a sufrir un doble movimiento de desarticulación y reestructuración, fundamental para comprender su evolución y la de aquellos patrones que, desde una variada red de relaciones y convenciones, han marcado una pauta de diferenciación u oposición: se empieza a distinguir lo biológico de lo cultural, y al mismo tiempo se separa la concepción sexuada del cuerpo —su naturalización— de los códigos representacionales que señalan lo masculino y lo femenino como marcas de identidad.


        «Se empieza a distinguir lo biológico de lo cultural, y al mismo tiempo se separa la concepción sexuada del cuerpo —su naturalización— de los códigos representacionales que señalan lo masculino y lo femenino como marcas de identidad».


    En este punto, se retoma la noción de mujer para colectivizarla, contextualizarla en un aparato histórico y situarla en un entramado en el que interactúa con modalidades raciales, étnicas, de clase y de región. Judith Butler cree que sólo así es posible devolverle a la noción de identidad el carácter complejo y paradójico que la especificidad y el esencialismo de la división masculino/femenino habrían borrado (Butler, 2007). De acuerdo con ella, es necesario deshacer la distinción natural entre el sexo y el género, sobre todo si consideramos que este último es el medio discursivo/cultural a través del cual el primero se fija como anterior al discurso, constituyéndose como «una superficie políticamente neutral sobre la cual actúa la cultura». Desde esta perspectiva, el sexo podrá entenderse también como una categoría dotada de género.

 

    Los dos, de alguna manera, pretendieron hacer de su vida una performance, sin más intención que escandalizarse y comprenderse, y será a partir de ella, de una performance que no parece tener principio ni fin, y que ha de afectar, principalmente a la formación de los cuerpos y su diferencia sexual, cuando construyan sus mejores obras, tanto por temática como por lenguaje. Así, si se acepta que el lenguaje es performativo[1] se puede pensar que el sexo, así como en el género, no sólo es aquello que antecede al lenguaje sino su efecto. A partir de aquí, al enfrentarnos a la pregunta: ¿qué cosa es escribible?, podemos cambiar la cosa por el cuerpo sexuado, avanzar un poco más y responder: el cuerpo es materia escribible, pues él mismo es el resultado de un proceso de materialización que, en palabras de Judith Butler, "se estabiliza a través del tiempo para producir el efecto de frontera, de permanencia y de superficie que llamamos materia. (Butler, 2007)


        «El cuerpo es materia escribible, pues él mismo es el resultado de un proceso de materialización».


    Según esto, el cuerpo es un texto ambivalente por el que atraviesan las marcas de un sexo y de un género que es, de alguna manera una forma de constituir el sujeto. Por todo ello, volviendo a la teoría del semblante y pensando el sexo, el género y el cuerpo como retóricas, se puede concluir que no hay más feminidad que el papel en blanco sobre el que se escriben y describen rostros, formas, sentimientos, tensiones, heridas propias y ajenas, individuales y sociales y recupero una de las tesis esbozadas por Sonia Mattalía: «La femineidad tiene estructura de velo, es una ficción realista —en el sentido de verosímil congruente—, sirve para recubrir el agujero de un goce más allá de lo representable. Pero su verdad es velar la nada, la falta de ser de todo sujeto; no sólo en el sentido de cubrir, tapar, sino también en el de velar como acción de proteger, cuidar, sostener lo que no existe, velar a un muerto, por ejemplo». (Mattalía, 2003)

 

    No es de extrañar que a lo largo de sus cuadernos Alejandra Pizarnik no logre escapar a un sentimiento de sexualidad conflictiva, ni que decida grabar en él las señas de una doble disputa. En primer lugar, con su individualidad femenina, construida a partir de una interesante lógica de la negación que infringe la ley de la mascara y la descubre: «La ropa femenina es muy molesta —escribe al poco de comenzar sus cuadernos—. ¡Tan ceñida e incómoda! No hay libertad para moverse, para correr, para nada. El hombre más humilde camina y parece el rey del universo. La mujer más ataviada camina y semeja un objeto que se utiliza los domingos. Además hay leyes para la velocidad del paso. Si yo camino lentamente, mirando las esculturas de las viejas casas (cosa que aprendí a mirar) o el cielo o los rostros de los que pasan junto a mí, siento que atento contra algo. Mi siguen, me hablan o me miran con asombro y reproche. Sí. La mujer tiene que caminar apurada indicando que su caminar tiene un fin. De lo contrario es una prostituta (hay también un «fin» [sic]) o una loca o una extravagante. Si ocurre algo, alguna aglomeración o un choque, y me acerco, compruebo que no hay una sola mujer. Hombres. Nada más que hombres» (Pizarnik, 2002). En segundo lugar, con la dialéctica de su materialidad, (Derrida, 1975) consecuencia, como en Antonin Artaud, de dos escrituras que chocan entre sí, y a la vez se complementan: «Siento que desaparecieron mis órganos, vísceras, sangre, etc. Y únicamente hay cuerdas de colores que permanecen tensas. A ratos, alguien las tañe y ellas se mueven eléctricamente nerviosas y producen un sonido chirriante» (Pizarnik, 2002).

 

    En este sentido, pienso que la lectura de Judith Butler, permitirá ofrecer una visión mucho más compleja y enriquecedora de lo que unas líneas más arriba he propuesto denominar el nuevo sujeto corporal. Quizá la verdadera empresa de Antonin Artaud consistía en añadir el apunte de autorreflexividad a dos acciones tan significativas como el escribir(se) y el producir(se), y conseguir así, por una especie de parábola invertida, trasladar el significado de la vida a su significante. Los Diarios pizarnikianos despliegan una compleja y contradictoria retórica corporal, en la que una materia reconquistada es puesta en dialéctica con el pensamiento, y releída textualmente como un conjunto de metáforas que, lejos de pretender cubrir el referente corporal, insisten sobre él y lo perturban (Pizarnik, 2003).


    Alejandra exclama en un determinado momento, que el cuerpo es un vestido y su lenguaje un entramado que descubre el valor de las lágrimas, y junto a ellos, el del primer grito del bebé, el del dolor, el de la mística, en definitiva, el del silencio.


    Si la materia, como hemos visto hasta ahora, es el resultado de dos escrituras enfrentadas, lo es también de un relato a dos voces.


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Pies de foto:


[Imagen principal] Inma Lorente (2012) La escritura del sexo.

 

 

Bibliografía:


[1] Así lo explica la autora en El género en disputa: «la comprensión de la performatividad, no como el acto mediante el cual un sujeto da vida a lo que nombra, sino, antes bien, como ese poder reiterativo del discurso para producir los fenómenos que regula e impone» Y subrayo la idea del poder repetitivo del discurso para acentuar el carácter regulador que afecta a la producción de un lenguaje y de un sistema de comunicación cuya función es controlar y preestablecer cuerpos, subjetividades e identidades. La deuda con Michel Foucault es, al respecto, evidente.


BUTLER, J. (2007). El género en disputa. Madrid: Paidós Ibérica.


Derrida, Jacques & Kristeva, Julia. (1975). El pensamiento de Antonin Artaud. Argentina: Calden.


MATTALÍA, S. (2003). Máscaras suele vestir. Pasión y revuelta: escrituras de mujeres en América Latina. Madrid/Frankfurt: Iberoamericana/Vervuet.


PIZARNIK, A. (2002). Prosa completa. Ed. de Ana Becciu. Barcelona: Lumen.


PIZARNIK, A. (2003). Diarios. Ed. de Ana Becciu. Barcelona: Lumen. WOLF, V. (1999). Una habitación propia. Madrid: Lumen.

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Comentarios
[11 mar 2012 21:31] Miguel Ángel escribió:
Bravo por la autora y la ilustradora!
Elvira Ramos
Creadora, humanista y nada teórica. Enamorada de Antonin Artaud y de Alejandra Pizarnik. Escribe mentiras para hacerlas realidad, o eso dice.