Ni raro, ni diferente, sino todo lo contrario
Se tarda unos años, y sufrir unos cuantos malos tragos, en entender y asimilar que lo raro, lo diferente, lo extravagante o lo peculiar son sólo eso, justamente lo que quiere expresarse con esos conceptos, que no hay nada despectivo en ellos, no hay nada malo ni peligroso en no ser como se dice que hay que ser. Por lo menos así lo veo yo.
Cuando uno madura y disfruta del lado extravagante de la vida, en la mayoría de sus aspectos o terrenos, se da cuenta que es mucho más enriquecedor y electrizante lo diferente, por el mero hecho de que marcar la diferencia o regodearte en ver como otros la marcan, estimula partes de ti que han estado entumecidas bajo la influencia de una serie de pautas que todavía no sabemos quién ha impuesto.
Como Torcuato Luca de Tena vivo encandilado por entender y dejarse atrapar por los insondables misterios de los renglones torcidos de Dios. Hay rarezas por todas partes, en cualquier esquina, en cualquier vagón de metro, en cualquier discografía, en cualquier filmografía, en cualquier casa, en cualquier caso, en cualquier persona a poco que rasques, en ti y en mí. Si las rarezas son tan abundantes, tan cotidianas, ¿cuándo van a dejar de serlo?; sinceramente espero que nunca, porque el día que se normalicen perderán todo el atractivo y el misterio que encierran.
A pesar de que nos atrae y nos provoca sentirnos o actuar, de alguna manera, diferente, socialmente seguimos cohibidos ante la tentación de sucumbir a ciertos impulsos. Todavía es chocante, según en qué contextos, tomarte un café vestido como Cindy Lauper o expresar ciertos pensamientos o ideas más que recurrentes, nuestros inconscientes nos hacen hasta sentirnos mal por ello.
Por suerte para todos esos que se consideran raros, y hasta les gusta, hay placeres aceptados a los que pueden entregarse sin pudor y con los que pueden establecer una completa comunión con el perro verde que llevan dentro. Como no, el cine es uno de ellos. Es vehículo de expresión y de placer sumo toda esa gama de películas que se consideran «outsiders» que nos ayudan a entender nuestros suburbios mentales y nos hacen sentirnos más acompañados en nuestra solitaria singularidad.
«Si las rarezas son tan abundantes y tan cotidianas, ¿cuándo van a dejar de serlo?».
Gracias a David Lynch, Carlos Vermut, Wes Anderson, Kim Ki-Duk, Leos Carax, David Cronenberg, Terrence Malick, Darren Aronofsky, Michael Haneke o Giorgos Lanthimos por romper con lo establecido, por llenar nuestra realidad de ficciones que también podrían haber existido en nuestras enfermas mentes, enfermas y obsesionadas por traspasar límites que no podríamos traspasar en nuestra vida diaria; gracias por poder sentirnos plenos en nuestras intimidades sin sentir el miedo a ser traspasados por la mirada juzgadora de aquellos que se entienden y se hacen llamar normales; bueno, sólo un único miedo, el de que te manden lejos si cometes la imprudencia de recomendar una de esas rarezas a la persona equivocada, a un normal. Sin más, sin miedo, este mes correré el riesgo.
«Moonrise Kingdom» (2012).
El marciano Wes Anderson es de los directores que más debate interno provocan por su especial y exclusiva manera de hacer cine y por ser el creador de una amplia galería de personajes extravagantes y «anormales», en su mayoría, adultos de alma infantil con problemas existenciales; obviando la magnífica The Royal Tenembauns, la ocurrente Fantástico Mr.Fox y la oscarizada El Gran Hotel Budapest, las tres de muy recomendado visionado, tiene una filmografía irregular impregnada de una excentricidad exacerbada que hace que, a veces, se pierda en situaciones absurdas y nos cuente historias con particulares personajes esclavizados a ridículos discursos. Por otro lado, esa excentricidad, si la sabe usar con genio, que lo tiene, puede jugar a su favor.
Es el caso de Moonrise Kingdom, un brillante cuento moderno sobre el amor en puertas de la adolescencia con clara inspiración e influencia de la nouvelle vague y un homenaje, con filtro vintage, al momento en el que todos nos hacemos mil cuestiones vitales.
Es la historia entre un huérfano boy scout, Sam (increíble el talento cómico de Jared Gilman) y una chica desengañada, Suzy (hipnótico el nihilismo de Kara Hayward) que mantienen un romance epistolar hasta que deciden escaparse juntos, lejos del caótico mundo adulto que les rodea; un mundo poblado por una gama de secundarios de la talla de Tilda Swinton, Bruce Willis, Edward Norton, Frances McDormand y Bill Murray, habitual en el cine de Anderson, que dibujan una serie de inolvidables caracteres que parecen tener la vida menos clara que los jóvenes amantes.
«Moonrise Kingdom es como ir pasando las hojas de uno de esos cuentos en relieve, a los que debes atender a cada detalle».
Influenciado por todo su universo infantil, el director proporciona escenas de milimétrica perfección en cada detalle de la escenografía y el encuadre, porque eso sí, Anderson es de los mejores estetas del cine contemporáneo, un fetichista incurable y un orfebre minucioso y obsesivo; ver Moonrise Kingdom es como ir pasando las hojas de uno de esos cuentos en relieve, a los que debes atender a cada detalle y a cada rincón para que no se te escape nada que pueda contarte algo.
Toda la pirotecnia visual sirve de apoyo a un magnífico guión que estuvo nominado al Oscar en 2012 y que habla sobre la inseguridad de no encajar en ningún sitio, sobre no dejar escapar el amor que tuvo que ser o sobre huir de la monotonía en la que acaban muchas pasiones, lo que se agradece, porque no hay nada mejor que dejarse embaucar por sus metáforas visuales que son de un exquisito gusto naíf de tonos pastel; ejemplo de ello son el sutil plano de Murray y McDormand en sus camas separadas, las escenas del campamento boy scout o el baile de libertad que los carismáticos protagonistas se marcan en su particular playa, en su particular hogar, en su particular reino.
«Soy un cyborg» (2006)
A poco que hayáis visto un puñado de películas procedentes del continente asiático habréis podido daros cuenta de lo inconfundible, inimitable y genuina que es la cinematografía que han creado los orientales.
Chinos, japoneses o coreanos tienen una manera de entender el cine muy diferente a lo que estamos acostumbrados a ver normalmente; son capaces de cargar de poesía la escena más violenta como Takeshi Kitano, hacer un uso magistral de la alegoría y la simbología visual como Kim Ki-Duk, usar el sentido del humor absurdo cuando menos lo esperas sin que chirríe como Bong Joon-Ho o hacer de la luz y el color una obra de arte en cada fotograma como Wong Kar-Wai; que no todo el cine asiático son fantasmas de larga melena saliendo de pozos para llevar a cabo maldiciones milenarias.
En mitad de esta oleada de cineastas orientales, el coreano Park Chan-Wook se hizo mundialmente conocido plasmando su osado y colorista estilo en una trilogía sobre la venganza que se componía de Sympathy for Mr. Vengeance (2002), Oldboy (2003), que tiene su propio «mierdarremake» yanqui, y Sympathy for Lady Vengeance (2005).
Pero es su película más tierna y positiva la que, desde aquí, quiero reivindicar. Como si al realizador lo hubiera poseído Jean Pierre Jeunet, en Soy un cyborg nos sitúa en un psiquiátrico para contarnos la historia de amor de Young-goon una joven que cree ser un cyborg y que, como tal, no quiere comer comida orgánica, lo que la lleva a alimentarse exclusivamente de pilas y baterías eléctricas. Su lado «humano» lo conocerá cuando conozca a Il-soon, un joven que se oculta tras una máscara y cree que puede robarle sus poderes a los demás. Con esta maravillosa premisa Park Chan-Wook nos regala una deliciosa historia que le valió el premio al mejor guión en el Sitges de 2007.
«Es un gran logro poder imaginar y crear un artefacto tan orgánico como esta película».
Llena de luminosidad y de fantasía y con una factura inmejorable, las hilarantes escenas que ocurren de verdad y las que ocurren en las mentes de los protagonistas se suceden como en un videoclip de más de hora y media para llenar de emociones nuestras prejuiciosas mentes y nuestras inactivas entrañas con una trama sobre la amistad, el poder del amor, el compañerismo y la locura como absoluta realidad intangible y verdadera lucidez que debe aflorar en un mundo inhumano que disfrazamos de normalidad a diario.
Soy un cyborg es el arriesgado ejercicio de honestidad de la filmografía de un personalísimo director que precisamente no destaca por su convencionalidad o por ser típico y complaciente con la industria; es un gran logro poder imaginar y crear un artefacto tan orgánico como esta película, un artefacto tan orgánico como la tierna protagonista que cree ser de metal y electricidad, un artefacto que os conquistará porque es una conquista en sí misma, una conquista en la tierra del cine prosaico; es el triunfo de crear una obra maestra bella y delicada retorciendo los cánones sin complejos hasta llegar a uno de los finales más bonitos que servidor ha visto, un final que fundirá los circuitos de nuestros cuerpos de cyborgs, fríos y encorsetados por las normas, cinematográficas en este caso.
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Pies de foto:
[Imagen principal] Luiki Alonso (2015).
Por Marta Eulalia Martín, 30 mar 2015, en Cultura.
Por Ángeles Díaz, 30 mar 2015, en Arte.
Soy un cyborg es una auténtica maravilla visual de un director al que algún día nos daremos cuenta de que hay que ponerlo en un pedestal. Si ser raro y diferente es sinónimo de ser un pedazo de cineasta, Chan-wook Park cumple con creces. Ahí están Oldboy, Thirst e incluso Stoker para corroborarlo.