El tiempo que todo consume
CULTURA

El tiempo que todo consume

    La ciudad de Jaén guarda olvidada «la mansión donde descansan las almas», como reza un cartel que abre las puertas del cementerio de San Eufrasio. Hoy un museo en ruinas de lo que fueron tiempos mejores, de grandes familias y personajes ilustres, que ve perturbada su diaria tranquilidad por la celebración de Todos los Santos cada primero de noviembre.

 


    No hay cosa más justa que la muerte, pues ella hace realmente iguales a los hombres. Y no hay nada que dé mayor sentido a la vida que su finitud. Y aunque justa, cierta y sobre todo natural, sigue siendo un tema casi tabú en el siglo XXI, su mención nos atemoriza y el morbo la rodea.

 

 

 


    Esta historia comienza así en el Jaén de principios del siglo XIX, donde continuaban enterrando a los difuntos en criptas parroquianas o panteones de cofradías, a pesar de la Real Orden de Carlos III que había acabado por prohibir tal costumbre. Fue José I Bonaparte, nuestro rey intruso, quien en su corto reinado impulsó la construcción de cementerios fuera de la ciudad y se crearon así zonas santas en el Egido de Belén y la Huerta de Capuchinos —hoy el Hípico—.


        «No hay cosa más justa que la muerte, pues ella hace realmente iguales a los hombres. Y no hay nada que dé mayor sentido a la vida que su finitud».


    Bajando hoy por el Camino de las Cruces, se llega inevitablemente al lugar de donde salir parecería un regalo. Cuatro muros bajos de color blanco inmaculado, coronados por tejas quemadas por el sol y arropadas por las hierbas secas que un día crecieron espléndidas, avisan de toda la pureza que el lugar esconde. El camposanto de San Eufrasio reposa con humildad, sobre la tierra en la que un día lo levantó el arquitecto Manuel López de Lara. Era entonces el año 1829 y la casa tomó el nombre del Calvario.


    El lugar se sostiene sobre un par de columnas dóricas que dan paso al zaguán, desde aquí el visitante puede recrearse en la preciosa talla de un cristo crucificado, guardián de la capilla que permanece iluminada sólo por las tímidas llamas de las velas. Dichosos los que mueren en gracia de Dios. Ruega por los que en esta mansión descansamos, la frase grabada en piedra corona la entrada a los patios del respiro eterno y en ellos los más bonitos vestigios de lo que fue vida y se convirtió en historia de la ciudad.

 


 


    En el patio primero las tumbas nacen de la tierra con una majestuosidad de otros tiempos. Nos recibe la casa de Bernardo López, escondida tras un naranjo, sobresale la bella mujer —alegoría de la poesía— que Tomás Cobo esculpió en 1899 para el romántico jiennense. Detrás queda el novillero Juanito Tirado y a sus pies unas letras destrozadas como el alma de aquellos que se la dedicaron. La explanada de en frente, esconde al Conde de Humanes, Fermín Palma, Roldán y Marín y al doctor Martínez Molina, cuya tumba es una oda a las distintas ramas de la ciencia a las que dedicó su vida y la corona un búho, símbolo de la sabiduría. Para las nuevas generaciones, entrar aquí hace posible que los nombres casi anónimos pero habituales que conforman el devenir diario por las calles de Jaén, adquieran por fin un rostro y cobren forma de leyenda, se trata pues, de un encuentro con la historia más cercana.


        «Los panteones y mausoleos de las grandes familias ya no soportan el paso destructible del tiempo y se vienen abajo como los sueños de quienes ahora las ocupan».


    Pero el abandono aporta una nota más de tristeza a la callada soledad de la vieja necrópolis. Las tumbas se agrietan y amontonan a sus alrededor trozos de lo que un día fueron sus señoriales adornos. Los panteones y mausoleos de las grandes familias ya no soportan el paso destructible del tiempo y se vienen abajo como los sueños de quienes ahora las ocupan. El paseo sobrecoge y emociona. Las más bellas obras del arte fúnebre artístico se están muriendo poco a poco y ya a nadie parece importarle el destino de quienes no están.

 

 

 


    Aunque no todo era poderío y, como ya se sabe, la muerte no hace distinción entre los vivos. Así, en 1874, se amplió el camposanto para crear una zona civil «el corralillo de los ahorcados» como se le conoce popularmente. En ella duermen quienes vivieron al margen de la doctrina religiosa católica: ateos, republicanos, suicidas y cualquiera que mereciera estarlo, a los ojos de quienes se encontraban bajo la gracia de Dios y, por tanto, jueces de lo divino. En esta extensión de tierra descansaba el famoso médico Federico del Castillo quien, por expresa solicitud, fue enterrado junto a su madre republicana, y digo descansaba porque más tarde lo trasladaron al nuevo cementerio de San Fernando, donde se le rinde homenaje. Llama la atención, entre las pocas lápidas, la del judío Jaime (Haim) Tapiero, escrita en hebreo y orientada hacia la Meca.


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Pies de foto:


[Todas las imágenes] Sara Arroyo (2012) El tiempo que todo consume.

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