Relato corto de un infame. Capítulo I
Levanté la mirada por un momento antes de que aquella mujer fría, rígida y de piel áspera rodeara mi cuello con su alargado brazo. Hacía ya tres semanas que nadie me acompañaba en aquella sombría habitación, pero mi mente, mi dañina mente, como todos la llamaban, ya requería dichas presencias.
Todo ser humano necesita algo en lo que apoyarse en algún momento, y esa noche era mi momento. No había sido un buen amigo, un buen marido, ni un buen padre, pero sí supe ser un buen amante. Pasé la mayor parte de mi vida deslizando mis dedos por una gran variedad de cuerpos de distinta medida, textura y color. Y a todos, y a cada uno de ellos, los amé por unas horas. Los besaba, acariciaba, apretaba y enamoraba. Mi mente y mi cuerpo se fusionaban con el de mi amante. Era tan curioso, no hacía falta hablar, ni planear y mucho menos discutir, todo fluía, la sangre por nuestras venas, el sudor por la piel, la respiración... Me importaba un bledo lo que pasara en el exterior de la habitación, y el tiempo, directamente, no pasaba.
Y de repente, me veo aquí, de nuevo, con agridulce compañía, esperando que me recoja la dama de hielo, el último aliento... la muerte.
«Desde niño he pensado que la muerte sería una mujer de amplias caderas, pechos voluptuosos, labios rojos y carnosos y negra melena».
Al nacer, pasas gran parte de tu tiempo preguntándote por ella, cuándo vendrá, adónde te llevará y si en realidad su verdadero nombre será muerte. Desde niño he pensado que la muerte sería una mujer de amplias caderas, pechos voluptuosos, labios rojos y carnosos y negra melena. Luego, de adulto, comencé a plantearme que se llamaría Vanessa, sí, Vanessa, como mi primera mujer. Agria como el vinagre, dulce como las cerezas; esperada como la lluvia en sequía, tranquila como la mar sin marea; dolorosa como mil agujas en el cuerpo, triste como una despedida sin próximo encuentro... Pero bella, bella como la muerte y la muerte bella como Vanessa.
Esperándola me hallaba, en aquel cubículo donde las tinieblas habían venido a despedirse de este pobre infame. Con las dos damas cuya presencia había requerido aquella noche. Era una fiesta privada y la soledad no había sido invitada. Coloqué el largo y áspero brazo de la primera alrededor de mi cuello y empujé a la otra que me sostenía. Noté cómo me ahogaba, al igual que noté el sabor del último trago de wisky. Me percaté de cómo mi cuerpo luchaba contra mi mente por sobrevivir, como una de tantas veces... Pero ésta era diferente, esperada. Lo único que me ataba a aquella habitación era la cuerda alrededor de mi cuello. Pedí perdón a la silla por empujarle de tal manera, no quería ser un desagradecido, sé que si se lo hubiera pedido, se hubiera apartado.
«Noté cómo me ahogaba, al igual que noté el sabor del último trago de wisky. Me percaté de cómo mi cuerpo luchaba contra mi mente por sobrevivir, como una de tantas veces...».
Y por fin, antes de exhalar la última partícula de oxígeno, sentí un beso a través del viento, era ella, Vanessa, mi querida Vanesa. Agria como el vinagre, dulce como las cerezas; esperada como la lluvia en sequía, tranquila como la mar sin marea; dolorosa como mil agujas en tu cuerpo, triste como una despedida sin próximo encuentro... Pero bella, bella como la muerte y la muerte bella como Vanessa.
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Pies de foto:
[Imagen principal] Laia Arqueros (2014).
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Por Lole Franco, 28 ago 2014, en Sociedad.
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