Un verano de circunstancias
SOCIEDAD

Un verano de circunstancias

    Comenzaba el verano sin mayor pretensión que la de restaurar un par de bicis de carretera (una Orbita y una BH de principios de los 80) en un pueblo del interior de Gran Canaria donde solía pasar los veranos de mi infancia. Respirar aire puro, hacer caminatas y admirar ese paisaje verde del que nunca me canso. Un verano tranquilo, conocido, sin largos viajes. Todo cambió. Una noche me topé con la primera circunstancia: la promoción veraniega de una agencia de viajes y mis pies y mis ansias sintieron el hormigueo. Ahora escribo desde Jaén, el último tramo de mi viaje de este verano en el que he visto, saboreado, conocido, sentido y soñado.

 

    Mi primer destino fue la isla de La Graciosa, la octava, una isla desértica plagada de playas paradisíacas y rincones mágicos. Es un lugar en el extremo noreste del archipiélago que no mucha gente conoce, con no mucho más de 600 habitantes. Pude conversar con un lugareño que me contó la breve historia de la isla: habitada desde el siglo XIX no pudo colonizarse antes por lo difícil de su abastecimiento de agua y alimentos, en este caso, como en tantos otros, era en las mujeres sobre las que recaía la responsabilidad pues eran ellas las que cuando Las Aguadas, el único pozo (un agujero abierto periódicamente con palas en la arena), se secaba debían ser llevadas al Risco de Famara, al otro lado del mar en Lanzarote, para que después de caminar por senderos subiendo las paredes del macizo regresaran con el agua cargada sobre la cabeza en vasijas de barro, una vez en la costa encendían velas para que los hombres, al verlas desde el otro lado, fueran a recogerlas en las pequeñas barcas de vuelta a la isla y al parecer cada marido era capaz de reconocer la luz de su mujer, como un lazo más de complicidad. Entre tanta historia de dificultades y sacrificio me di cuenta de esa relación de simbiosis, solidaridad y colaboración que debía existir en esos tiempos y que se ha forjado en el carácter de los gracioseros.


        «Entre tanta historia de dificultades y sacrificio me di cuenta de esa relación de simbiosis, solidaridad y colaboración que debía existir en esos tiempos y que se ha forjado en el carácter de los gracioseros».


    Luego fue la isla de La Palma, la isla bonita, con qué razón lleva ese título. Todo en ella lo es. Sin embargo, la mayor sorpresa fue conocer que lo más bonito es el carácter del palmero. Es una isla rica, no cómoda, pero rica, exuberante como esa niña pija y guapa que sabe que lo es. Siempre se cultivó el plátano y la vid, es prácticamente un vergel, un edén lleno de nacientes y fuentes. La gente hasta ahora nunca tuvo falta de trabajo y según me contó Toni, nuestro amigo y guía palmero, se solía decir que “quien pasaba hambre en La Palma era por vago”. Quizá por esa ingenuidad de quien llega a un lugar sin conocerlo o sin pensar más allá que en lo maravilloso de lo que ve, me sorprendí cuando Toni me dijo que las aguas de los nacientes de la Caldera de Taburiente, donde días atrás había acampado y bebido del agua que emanaba de la tierra, posteriormente eran canalizadas y caían en las manos de los antiguos caciques ahora transformados en dueños, accionistas, políticos y grandes empresarios de la isla. Puede parecer lo más normal o, mejor dicho, habitual pero en ese momento me pareció de lo más surrealista. Un agua que surge de la humedad que atrapan las montañas de la Caldera, traída por los vientos alisios y que da vida a toda la isla y es propiedad(¡) de unos cuantos. Así es el capitalismo en el que me he criado y me siento tan cómodo, pero no deja de sorprenderme.



    La última isla de este verano fue El Hierro, una isla volcánica de unos 268 kilómetros cuadrados y una altitud máxima de 1501 metros. Bestial. Una isla de contrastes en muy poco espacio. Al contrario de La Palma aquí era evidente la dificultad del terreno y lo modesto de sus pueblos. Nos contó un señor de allí, en el mirador de Jinama, que es el único lugar de España donde se llevaban a cabo las mudadas: Todos los habitantes hasta el siglo XIX marchaban desde las montañas, donde el ganado pastaba, hasta la zona del Golfo donde había cultivos, en una especie de costumbre nómada que llevaban a cabo según las estaciones más o menos cada 3 o 4 meses, cargando con muebles, familia, ganado, alimentos y enseres. En definitiva una vida muy difícil y un carácter muy duro, de supervivientes. De hecho, es fácil rascar en esa pátina del carácter herreño que lo hace parecer más cerrado al de otras islas para descubrir su parte cercana, risueña y confiada.


        «La vida está en la calle, se vive de puertas para fuera y el trato con el jerezano es como el que se tiene con alguien con quien se convive: cordial, cercano, cotidiano, sin mayor adorno». 


    La siguiente circunstancia viene dada de un viaje anterior, un encuentro fortuito y efímero que me dejó con una intriga, un misterio, una curiosidad. De esos hallazgos que ocurren muy pocas veces y que te dejan con la sensación insaciable de conocer más. Fue esa sensación la que me llevó a Jerez de La Frontera a conocer, a explorar y sobre todo intentar encontrar un aliento a esa intriga. No puedo dejar de señalar los recuerdos que brotaron al bajar del avión en Sevilla y tomar la primera bocanada de aire seco, caliente y con ese olor tan característico que para mí tiene Andalucía, totalmente distinto al de las islas y que me hacía sentir en casa de nuevo.



    El calor abrasador de Andalucía lo llevo bastante mal y, sin embargo, me encontré con que estaba siendo un verano muy suave, la ciudad de Jerez me acogió con los brazos y los tabancos abiertos. La primera noche tocó el Damajuana, un tabanco situado en el interior de una antigua casona andaluza con un patio interior donde se suelen hacer conciertos, allí pude empezar a intuir lo que más tarde corroboré: la buena vida tiene su hogar en Jerez. Llegados a este punto cabe decir que los ‘tabancos’ son una especie de bares en los que sirven vino jerezano y tapas (disculpas a los jerezanos que lean esta descripción). La vida está en la calle, se vive de puertas para fuera y el trato con el jerezano es como el que se tiene con alguien con quien se convive: cordial, cercano, cotidiano, sin mayor adorno. Debe ser la competencia entre tabancos y la gran afluencia en ellos de gente, el caso es que la calidad de las tapas es excelente en cada uno de los que probé y el servicio rapidísimo. Se respira por las calles la tradición arraigada y, sin exagerar, el olor a vino al pasar por alguna de las tantas bodegas que se encuentran a pie de calle. Fino, amontillado, palo cortao, oloroso dulce o seco... Pocos vinos me quedaron por probar y cada uno cuenta una historia diferente, un sabor que define en muchos casos el carácter o el momento en que se toman. El vermú en el tabanco Plateros como tentempié, el cream en Las Banderillas al caer el sol, el dulce del Pedro Ximénez como último toque. Una ciudad cotidiana cuya cultura, sin despreciar su tradición, es lo más bello.

 

    Lo mejor de este último viaje, no obstante, fue la dicha coincidencia que me llevó a hacerlo y encontrar que esa intriga, ese misterio, más que disiparse se confirmaba y me transportaba a otro mar de circunstancias, pero a un mar sereno, por el que van los navegantes sabios con la certeza de quien sabe en qué puerto recalarán.


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Pies de foto


[Imagen principal] Jorge Molero (2014) La playa de la Cocina. La Graciosa.


[Segunda imagen] Jorge Molero (2014) Cielo nocturno. La Caldera de Taburiente, La Palma.


[Tercera imagen] jorge Molero (2014) La Ina. Jerez.

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Jorge Molero
Estudiante de Historia. Poeta. Fotógrafo. Aventurero. Nada de lo anterior. La curiosidad es mi motor aunque una respuesta no siempre sea la meta.
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